Resumen. Žižek, El sublime objeto de la ideología, 6 – Versión de Gabriel López

Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología, México, Siglo XXI, 1992, capítulo 6, pp. 257-294.
Resumen y síntesis de Gabriel López Hernández

«No sólo como sustancia, sino también como sujeto»


LA LÓGICA DE LA SUBLIMIDAD


En Kant, lo Sublime designa la relación de un objeto del mundo interior, empírico, sensorial, con la trascendente, transfenoménica, inalcanzable Cosa-en-sí. La paradoja de lo Sublime es como sigue: en principio, la brecha que separa a los objetos fenoménicos, empíricos, de la experiencia de la Cosa-en-sí es insuperable, es decir, ningún objeto empírico, ninguna representación de él puede presentar de manera adecuada a la Cosa (la Idea suprasensible); pero lo  Sublime es un objeto en el que podemos experimentar esta misma imposibilidad, este fracaso permanente de la representación en su ir tras la Cosa. Así pues, por medio del fracaso de la representación podemos tener un presentimiento de la verdadera dimensión de la Cosa. Es también por ello por lo que un objeto que evoca en nosotros el sentimiento de Sublimidad nos da simultáneamente placer y displacer: nos da displacer por el carácter inadecuado que tiene con relación a la Cosa-Idea, pero precisamente a través de esta inadecuación nos da placer indicando la verdadera e incomparable grandeza de la Cosa, sobrepasando toda experiencia fenoménica y empírica posible. Lo Sublime es por lo tanto la paradoja de un objeto que, en el campo mismo de la representación, proporciona un punto de vista, de un modo negativo, de la dimensión de lo que es irrepresentable.

Kant parte del supuesto de que la Cosa-en-sí existe como algo positivamente dado más allá del campo de la representación, que persiste en sí, más allá de la fenomenalidad. La crítica hegeliana es que es el propio Kant el que todavía sigue prisionero del campo de la representación. Precisamente cuando determinamos la Cosa como un plus trascendente más allá de lo que puede ser representado, lo determinamos basándonos en el campo de la representación, partiendo de ella, dentro de su horizonte, como su límite negativo: como irrepresentable, sigue siendo todavía el punto extremo de la lógica de la representación. Hegel conserva el momento dialéctico básico de lo Sublime, la noción de que la Idea se alcanza mediante presentación puramente negativa, que el mismo carácter inadecuado de la fenomenalidad con respecto a la Cosa es el único modo adecuado de presentarla. Allí donde Kant cree que está todavía en el campo de la presentación negativa de la Cosa, estamos ya en plena Cosa-en-sí porque esta Cosa-en-sí no es nada más que esta radical negatividad.

Superamos la fenomenalidad, no yendo más allá de ella, sino mediante la experiencia de que no hay nada más allá de ella —que su más allá es precisamente esta Nada de negatividad absoluta, de la profunda insuficiencia de la apariencia para la noción de la fenomenalidad. La esencia suprasensible es "apariencia qua apariencia'' —es decir, no basta con decir que la apariencia nunca es adecuada a su esencia, sino que hemos de agregar que esta "esencia" no es sino la insuficiencia de la apariencia para sí, para su noción (insuficiencia que la convierte en “[sólo] una apariencia").

Así pues, lo Sublime ya no es un objeto (empírico) que indica a través de su insuficiencia misma la dimensión de una trascendente Cosa-en-sí (Idea), sino un objeto que ocupa el lugar, sustituye, llena el lugar vacío de la Cosa como el vacío, como la pura Nada de absoluta negatividad —lo Sublime es un objeto cuyo cuerpo positivo es sólo una encarnación de la Nada. Esta lógica de un objeto que por su misma insuficiencia "da cuerpo" a la negatividad absoluta de la Idea, en Hegel está articulada en la forma del llamado "juicio infinito", un juicio en el que el sujeto y el predicado son radicalmente incompatibles, no comparables.

"EL ESPÍRITU ES UN HUESO"


La proposición "el Espíritu es un hueso" provoca en nosotros un sentimiento de contradicción radical, insoportable; ofrece una imagen de grotesca discordancia, de una relación sumamente negativa. No obstante, es precisamente así como producimos su verdad especulativa, porque esta negatividad, esta insoportable discordancia, coincide con la subjetividad. Es la única manera de hacer presente y "palpable" la profunda (es decir, autorreferencial) negatividad que caracteriza a la subjetividad espiritual. Logramos transmitir la dimensión de subjetividad mediante el fracaso mismo, a través de la insuficiencia radical, a través del absoluto desajuste del predicado en relación con el sujeto.

Por ello "el Espíritu es un hueso" es un ejemplo perfecto de lo que Hegel denomina la "proposición especulativa", una proposición cuyos términos son incompatibles, sin medida común. Para captar el verdadero significado de una proposición de este tipo hemos de regresar y volverla a leer, porque este verdadero significado surge del fracaso mismo de la primera lectura, la "inmediata".

El Espíritu debe darse a conocer en su propio exterior como un ser. El hueso, el cráneo, es así pues un objeto que, por medio de su presencia, llena el vacío, la imposibilidad de la representación significante del sujeto. En términos Iacanianos, es la objetivación de una falta: una Cosa ocupa el lugar allí donde el significante falta. El objeto (el hueso del cráneo) no es más que una forma positiva de algún fracaso: encarna, literalmente "da cuerpo", al fracaso definitivo de la representación significante del sujeto. Es por lo tanto correlativo al sujeto en la medida en que (en la teoría lacaniana) el sujeto no es sino la imposibilidad de su propia representación significante.

"LA RIQUEZA ES EL YO"


En cuanto empezamos a hablar, la verdad está del lado de lo Universal, de lo que estamos "efectivamente diciendo", y la "sinceridad" de nuestros sentimientos más profundos se convierte en algo "patológico" en el sentido kantiano de la palabra: algo de naturaleza radicalmente no ética, algo que pertenece al terreno del principio de placer. El "halago" habitualmente se percibe como una actividad no ética par excellence, como una renuncia de la posición ética en pos de intereses "patológicos" de beneficio y placer. El sujeto puede pretender que este halago no es más que un simple fingimiento, la acomodación a un ritual externo que no tiene nada que ver con sus convicciones más profundas y sinceras. El problema es que en cuanto pretende fingir, el sujeto es ya víctima de su propio fingimiento: su verdadero lugar está ahí, en el ritual externo y vacío, y lo que él cree que son sus convicciones más profundas no son sino la vanidad narcisista de su subjetividad nula -o en el modo de hablar moderno, la "verdad" de lo que decimos depende de cómo nuestra habla constituye un vínculo social, en su función de desempeño, y no en la "sinceridad" psicológica de nuestra intención. El "heroísmo del halago" lleva esta paradoja a su extremo. Su mensaje es: "Aunque lo que digo desautoriza por completo mis más profundas convicciones, sé que esta forma vaciada de toda sinceridad es más verdadera que mis convicciones, y en este sentido soy sincero en mi afán de renunciar a mis convicciones."

Así es como "halagar al Monarca yendo en contra de mis convicciones" se puede convertir en un acto ético: al pronunciar frases vacías que desautorizan nuestras más profundas convicciones, nos sometemos a una alteración compulsiva de nuestra homeostasis narcisista, nos "externalizamos" por completo —renunciamos heroicamente a lo más preciado en nosotros, a nuestro "sentido del honor", a nuestra congruencia moral, a nuestro autorrespeto. El halago logra un vaciamiento radical de nuestra "personalidad"; lo que queda es la forma vacía del sujeto, el sujeto como esta forma vacía.

El sujeto, así "vaciado", puede encontrar su correlativo objetivo en la Riqueza, en el dinero obtenido a cambio del halago. La proposición "La Riqueza es el Yo" repite en este nivel la proposición "El Espíritu es un hueso": en ambos casos estamos frente a una proposición que es a primera vista absurda, insensata, con una ecuación cuyos términos son incompatibles; en ambos casos, encontramos la misma estructura lógica de pasaje. La paradoja, del dinero que funge de encarnación inmediata del Yo, no es más difícil de aceptar que la proposición de que la calavera encarna la inmediata efectividad del Espíritu. La diferencia entre las dos proposiciones está determinada únicamente por la diferencia en el punto de partida del movimiento dialéctico respectivo: si partimos del lenguaje reducido a "gestos y muecas del cuerpo", la contrapartida objetiva del sujeto es aquello que en este nivel presenta la inercia total —el cráneo—; pero si concebimos el lenguaje como el medio de las relaciones sociales de dominación, su contrapartida objetiva es, por supuesto, la riqueza como encarnación, como materialización de poder social.

REFLEXIÓN POSTULATIVA, EXTERNA, DETERMINADA


Para ejemplificar la triada de la reflexión postulativa, externa y determinada (Hegel, 1966), remitámonos a la eterna pregunta hermenéutica de cómo leer un texto. La "reflexión postulativa" corresponde a una lectura ingenua que reclama el acceso inmediato al verdadero sentido del texto: sabemos, pretendemos captar de inmediato lo que un texto dice. El problema surge, claro está, cuando hay una serie de lecturas que se excluyen mutuamente y que reivindican el acceso al verdadero sentido: ¿cómo escogemos entre ellas, cómo juzgamos sus pretensiones? La "reflexión externa" proporciona una salida a este atolladero: traspone la "esencia", el "verdadero sentido" de un texto al más allá inalcanzable, haciendo de él una trascendente "Cosa-en-sí". Todo lo que nos es accesible, a nosotros, sujetos finitos, son reflexiones deformadas, aspectos parciales y distorsionados por nuestra perspectiva subjetiva; La Verdad-en-sí, el verdadero sentido del texto, está perdido para siempre.

Todo lo que tenemos que hacer para pasar de la reflexión "externa" a la determinada" es llegar a ser conscientes de que esta externalidad de las determinaciones externas reflexivas de la "esencia" (la serie de reflexiones distorsionadas y parciales del verdadero sentido de un texto) es ya interna a esta "esencia": que la "esencia" de esta esencia consiste en esta serie de determinaciones externas. En otras palabras,  la fisura entre apariencia y esencia es interna a la apariencia; se ha de reflejar en el terreno de la apariencia —esto es lo que Hegel denomina "reflexión determinada". La característica básica de la reflexión hegeliana es, así pues, la necesidad estructural, conceptual, de su reduplicación: no es sólo que la esencia tenga que aparecer, articular su verdad interior en una multiplicidad de determinaciones (siendo éste uno de los lugares comunes del comentario hegeliano: “la esencia es sólo tan profunda cuanto es amplia”); lo crucial es que ha de aparecer por la apariencia misma —como esencia en su diferencia con respecto a la apariencia, en forma de un fenómeno que, paradójicamente, da cuerpo a la nulidad de los fenómenos como tales. Esta reduplicación es lo que caracteriza al movimiento de la reflexión; nos topamos con ella en todos los niveles del Espíritu, desde el Estado hasta la religión. El mundo, el universo, es la manifestación de la divinidad, la reflexión de la infinita creatividad de Dios; pero para que Dios llegue a ser eficaz se ha de volver a revelar a su creación, encarnarse en una persona particular (Cristo). El Estado es, por supuesto, una totalidad racional; pero se establece como superación-mediación eficaz de todos los contenidos particulares sólo cuando se encarna de nuevo en la individualidad contingente del Monarca. Este movimiento de reduplicación es lo que define a la "reflexión determinada", y el elemento que encarna de nuevo, que da forma positiva al movimiento de la superación de toda positividad, es lo que Hegel denomina "determinación reflexiva".

POSTULACIÓN DE LAS PRESUPOSICIONES


Para ejemplificar esta lógica de "postular las presuposiciones", tomemos una de las más famosas "figuras de la conciencia" de la Fenomenología del Espíritu de Hegel: el "alma bella".

La falsedad del "alma bella" no reside en su inactividad, en el hecho de que sólo se queje de una depravación sin hacer nada por remediarla; consiste, en cambio, en el modo de actividad que implica esta posición de inactividad —en cómo el "alma bella" estructura el mundo social "objetivo" para ser capaz de asumir, de desempeñar en él el papel de víctima frágil, inocente y pasiva. Ésta es, pues, la lección fundamental de Hegel: cuando somos activos, cuando intervenimos en el mundo a través de un acto en particular, el verdadero acto no es esta intervención (o no intervención) particular, empírica, fáctica; el verdadero acto es de naturaleza estrictamente simbólica, consiste en el modo en que estructuramos el mundo, en nuestra percepción de él, a fin de que nuestra intervención sea posible, a fin de abrir en él el espacio de nuestra actividad (o inactividad). Para que la realidad se nos presente como el campo de nuestra propia actividad (o inactividad), hemos de concebirla de antemano como "convertida" -nos hemos de concebir como formalmente responsables-culpables de ella.

El modo en que "la sustancia se convierte en sujeto": es cuando por medio de un gesto vacío, el sujeto asume el resto que elude su intervención activa. El "sujeto" es precisamente un nombre para este "gesto vacío" que no cambia nada en el nivel del contenido positivo (en este nivel, todo ha sucedido ya), pero que a pesar de todo se ha de agregar para que el "contenido" llegue a su máximo efectivamente. Esta paradoja es como la del último grano de arena que se ha de agregar antes de formar un montón: no podemos estar seguros de cuál es el último grano; la única definición posible de un montón es que aunque le quitemos un grano, seguirá siendo un montón. De modo que este "último grano de arena" es por definición superfluo, pero pese a ello necesario. Este grano paradójico materializa la instancia del significante (aquel que representa al sujeto para otro significante), nos tienta a decir que este último grano, superfluo, representa al sujeto para todos los demás granos del montón.

El acto de conversión formal de la realidad: en tanto dada en realidad en tanto postulada, es "fálico"(teoría del falo en San Agustín) en la medida en que marca el punto de coincidencia entre omnipotencia ("todo depende de mi": el sujeto postula toda la realidad como obra suya) y total impotencia ("pero pese a ello no puedo hacer nada": el sujeto sólo puede asumir formalmente lo que le está dado).

PRESUPOSICIÓN DE LO POSTULADO


El sujeto es el que efectivamente "postula sus presuposiciones", presuponiéndose, reflejándose en ellas como el que postula. Para ejemplificar esto, tomemos el ejemplo del Monarca. En la inmediación de sus vidas, los sujetos como ciudadanos son, por supuesto, lo opuesto al Estado sustancial que es el que determina la red concreta de sus relaciones sociales. ¿Cómo superan los sujetos este carácter enajenado, esta otredad irreductible del Estado como la presuposición sustancial de la actividad-"postulación" de los sujetos?

La respuesta marxista clásica sería, que el Estado como fuerza enajenada se ha de "marchitar", que su otredad se ha de disolver en la transparencia de las relaciones sociales no enajenadas. La respuesta hegeliana es, en cambio, que en última instancia, los sujetos pueden reconocer el Estado como "su propia obra" únicamente reflejando la libre subjetividad en el propio Estado en el punto del Monarca; es decir, presuponiendo en el propio Estado —como "punto de acolchado", como punto que confiere su efectividad— el punto de libre subjetividad, el punto del gesto vacío formal del Monarca: "Ésta es mi voluntad".

De esta dialéctica podemos deducir con nitidez la necesidad que hay tras el doble sentido de la palabra "sujeto" (una persona sujeta al mando político; un agente libre, instigador de su actividad); los sujetos se pueden realizar como agentes libres sólo mediante la duplicación de ellos mismos, sólo en la medida en que '"proyectan", trasladan, la forma pura de su libertad en el meollo mismo de la sustancia opuesta a ellos; en la persona del sujeto-Monarca como "jefe del Estado". En otras palabras, los sujetos son sujetos sólo en la medida en que presuponen que la sustancia social, opuesta a ellos en la forma del Estado, es ya en sí un sujeto (Monarca) al que ellos están sometidos, sujetados.

También podemos decir así, que el "gesto vacío" (mediante el cual la realidad bruta y sin sentido se asume, se acepta como nuestra propia obra) postula al gran Otro, lo hace existir: la conversión puramente formal que constituye este gesto es simplemente la conversión del Real presimbólico en la realidad simbolizada. A través de este "gesto vacío", el sujeto presupone la existencia del gran Otro.

Tal vez ahora sea cuando podamos localizar el cambio radical que, según Lacan, define la etapa final del proceso psicoanalítico: "la destitución subjetiva". Lo que está en juego en esta "destitución" es precisamente el hecho de que el sujeto deja de presuponerse como sujeto; al realizar esto, él anula, por así decirlo, los efectos del acto de conversión formal. En otras palabras, asume, no la existencia, sino la no existencia del gran Otro; acepta lo Real en su profunda e insensata idiotez; mantiene abierta la brecha entre lo Real y su simbolización. El precio que hay que pagar por ello es que mediante el mismo acto él también se anula como sujeto, porque (y ésta sería la última lección de Hegel) el sujeto es sujeto sólo en la medida en que se presupone como absoluto mediante el movimiento de la doble reflexión.

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