Resumen. Eagleton, Discurso e ideología – Versión de Eduardo Eguiarte

Terry Eagleton, “Discurso e Ideología” en Ideología. Una Introducción, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 243-274.
Síntesis y resumen de Eduardo Eguiarte Ruelas

Síntesis

“Discurso e ideología” en Ideología, Una Introducción de Terry Eagleton, nos muestra –en un principio– la manera en que la ideología incluye una suerte de reificación, en donde aquella es vista como una práctica discursiva. V. N. Voloshinov, así, plantea que las ideologías no existen sin los signos, dado que la conciencia sólo surge de lo material, pues esto forma parte cabal de la realidad. Después, se verá la aportación de Pêcheux, quien dice que las formaciones discursivas moldean lo que se dice y hace desde posiciones sociales establecidas.

Se leerá también la contribución de Paul de Man, quien expone que sólo por medio de la naturalización la ideología puede unir el mundo de objetos y procesos naturales; pues, él cree que mente y mundo nunca van juntos. Aunque esto supone que todo discurso ideológico opera por tal naturalización, lo cual no se ha demostrado.

En una segunda parte, se apreciará la postura posmarxista que pasó del revolucionismo al reformismo, cambiando en gran medida la visión de la izquierda política. Con esto, viene la tesis de los sociólogos ingleses Hindess y Hirst, quienes –en general– se aferran a la idea de que la ideología política no tiene relación con la situación socioeconómica. Sin embargo, se observará que hay situaciones en donde las condiciones materiales son inevitablemente las que rigen el discurso político e ideológico. Además, se podrá notar que Hindess y Hirst lo que intentan es más bien ir contra la tesis del marxismo clásico que dice que hay una conexión entre la particularidad socioeconómica y la visión político-ideológica.

Asimismo, se inspeccionará la visión de los posmarxistas Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quienes en esencia suscriben que la hegemonía es la que estructura la identidad de los agentes sociales; empero, la posición hegemonizadora de esta perspectiva parece ser tan autoritaria como lo era la economía para el marxismo vulgar, por lo que caen en una antinomia. Para finalizar, se reconocerá que la aseveración de  Laclau y Mouffe de que toda práctica está moldeada por un discurso, puede ser replicada porque aunque una práctica esté organizada según un discurso, sigue siendo una práctica más que un discurso. Además, quedará expuesto que los posmarxistas deberían proscribir el asunto del origen de las ideas.

Resumen

Hemos visto que el concepto de ideología abarca, entre otras cosas, la noción de reificación; pero puede afirmarse que es una reificación sui generis. El término «ideología» es una forma cómoda de categorizar bajo una denominación toda una serie de cosas diferentes que hacemos con los signos.

Gran parte del discurso tradicional acerca de la ideología se ha expresado en términos de «conciencia» e «ideas». Pues también la «conciencia» es una suerte de reificación, una abstracción de nuestras formas reales de práctica discursiva, en donde hemos pasado de pensar las palabras en términos de conceptos a pensar los conceptos en términos de palabras. Pero hay un término medio entre concebir la ideología como ideas sin cuerpo y concebirla como una cuestión de pautas conductuales. Consiste en concebir la ideología como un fenómeno discursivo o semiótico.

La primera teoría semiótica de la ideología fue formulada por el filósofo soviético V. N. Voloshinov, quien proclama que «sin signos no hay ideologías». Según esta concepción, el ámbito de los signos y el ámbito de la ideología son coextensos: la conciencia únicamente puede surgir en la corporización material de significantes, y como estos significantes son por sí mismos materiales, no son sólo «reflejos» de la realidad sino que forman parte integrante de ella.

Si para Voloshinov lenguaje e ideología son en cierto sentido idénticos, no lo son en otro. Pues algunas posiciones ideológicas encontradas pueden expresarse en la misma lengua nacional, intersectar en la misma comunidad lingüística; y esto significa que el signo se convierte en «el escenario de la lucha de clases». La obra de Voloshinov nos ofrece de este modo una nueva definición de ideología, como la lucha de intereses sociales antagónicos en el nivel de los signos.

Las teorías de Voloshinov tienen una continuación en la obra del lingüista althusseriano francés Michel Pêcheux, quien se basa en los conceptos de «proceso discursivo» y «formación discursiva». Una formación discursiva puede entenderse como un conjunto de reglas que determinan lo que puede y debe decirse desde una posición determinada en la vida social; y las expresiones únicamente tienen significado en virtud de las formaciones discursivas en las que se dan, cambiando de significado cuando se trasvasan de una a otra. Una formación discursiva constituye así una «matriz de significado» en la que se generan procesos discursivos reales.

Así, todo proceso discursivo está inscrito en relaciones ideológicas, y estará moldeado interiormente por su presión. Pero la posición de una formación discursiva en un todo complejo, que incluye su contexto ideológico, está normalmente oculta al hablante individual, en un acto que Pécheux denomina de «olvido»; y en razón de este olvido o represión los significados del hablante le parecen obvios y naturales.

Un estilo de reflexión sobre el lenguaje y la ideología bastante diferente es el que caracterizó al pensamiento europeo de vanguardia en los años setenta. Para esta corriente de investigación, la ideología consiste esencialmente en «fijar» el proceso de significación en torno a ciertos significantes dominantes, con los que el sujeto individual puede identificarse. Sin embargo, esta teoría no carece de dificultades. En términos políticos, es una teoría latentemente libertaria del sujeto, que tiende a «demonizar» el acto mismo de cierre semiótico y a celebrar la liberación de las fuerzas de producción lingüísticas. Aun así, cabe mencionar que lo que esta posición tiene de valor duradero es su intento por desvelar los mecanismos lingüísticos y psicológicos de representación ideológica. Por último, podemos señalar que esta teoría de la ideología, a pesar de su «materialismo», revela un incipiente idealismo por su sesgo tan intensamente centrado en el sujeto, pues hay implícito cierto idealismo en el hecho de tomar como punto de partida al sujeto humano, siquiera en una versión adecuadamente materializada de éste.

Hemos visto que a menudo se considera que la ideología supone una «naturalización» de la realidad social. Para el Roland Barthes de Mitologías, el mito es lo que transforma la historia en naturaleza dando a signos arbitrarios un conjunto de connotaciones aparentemente obvio e inalterable. La tesis de la «naturalización» se extiende aquí al discurso en cuanto tal, en vez de al mundo del cual habla.

Precisamente esta naturalización del lenguaje es la que para el crítico Paul de Man está en la raíz de toda ideología. Lo que él denomina «ilusión fenomenalista» es la idea de que el lenguaje «pueda llegar a ser de alguna manera consustancial con el mundo de objetos y procesos naturales, y trascender así la distancia ontológica entre mundos e intuiciones sensibles». Mente y mundo, lenguaje y ser están en discrepancia eterna; y la ideología es la actitud que consiste en fusionar estos órdenes separados. El fallo de esta teoría, como en el caso de Barthes, radica en el supuesto no probado de que todo discurso ideológico opera por semejante naturalización.

Es característico de una perspectiva postestructuralista o posmoderna concebir todo discurso marcado por el juego del poder y el deseo, y considerar así inerradicablemente retórico todo lenguaje. Si esto es así, todo el lenguaje es «ideológico», y la categoría de ideología, ampliada hasta el límite, se quiebra de nuevo. Sin embargo, una vez más, aquí el «pluralismo» posmoderno es convicto de homogeneizar violentamente tipos de actos de habla muy diferentes.

Si todo lenguaje expresa intereses específicos, resultaría que todo lenguaje es ideológico. Pero como ya hemos visto, el concepto clásico de ideología no se limita en modo alguno a «discurso interesado», o a la producción de efectos persuasivos. Se refiere más precisamente a los procesos por los que se enmascaran, racionalizan, naturalizan y universalizan cierto tipo de intereses, legitimándolos en nombre de ciertas formas de poder político.

Por medio de la categoría de «discurso», en los últimos años algunos teóricos han registrado un desplazamiento desde primitivas posiciones políticas revolucionarias a reformistas de izquierdas, lo cual se conoce como «posmarxismo». Éste tiende a negar que exista una relación necesaria entre la propia posición socioeconómica y los propios intereses político-ideológicos. Este es el núcleo de la verdad de la posición posmarxista: que los «significantes» o los medios de representación política o ideológica, están siempre activos con respecto a lo que significan. Así, los discursos políticos e ideológicos producen sus propios significados.

Los sociólogos ingleses Paul Hirst y Barry Hindess rechazan con firmeza el tipo de epistemología clásica que supone cierta concordancia entre nuestros conceptos y la forma de ser del mundo. Esta inveterada posición filosófica parecería viciosamente circular. Más bien, hay que considerar los objetos como algo totalmente interno a los discursos, constituido cabalmente por ellos.

Aunque los propios Hindess y Hirst no lo digan, esta posición es impecablemente nietzscheana. No hay, en absoluto, un orden determinado en la realidad, que para Nietzsche es un caos inefable; el significado es cualquier cosa que construimos arbitrariamente mediante nuestros actos de dar sentido.

Es difícil saber lo lejos que se puede llevar la posición de que nuestros discursos no reflejan conexiones causales reales en la realidad. Sin duda puede decirse que la tesis marxista de que la actividad económica determina finalmente la forma de una sociedad es sólo una relación causal que desean establecer los marxistas, en vez de una jerarquía ya inscrita en el mundo que esté por descubrir.

La tesis «antiepistemológica» de Hindess y Hirst pretende entre otras cosas socavar la doctrina marxista de que una formación social se compone de diferentes «niveles». Para ellos, éste es sólo otro caso de ilusión racionalista, que considera la sociedad como algo ya estructurado internamente según los conceptos por los que nos apropiamos de ella en el pensamiento.

La teoría de que los objetos son totalmente internos a los discursos que los constituyen plantea el problema de cómo podemos juzgar que un discurso ha concebido su objeto válidamente. Para Hindess y Hirst, no puede haber manera de refutar una posición política objetable apelando a la forma en que las cosas son en la sociedad, pues la forma de ser las cosas es sólo la manera en que uno las concibe. En cambio, uno debe apelar a los propios fines e intereses políticos. No pueden derivarse de la realidad social, pues la realidad social deriva de ellos. No hay razón para suponer, como bien afirman Hindess y Hirst, que la mera ocupación de un lugar en la sociedad le proporcione a uno automáticamente un conjunto de creencias y deseos políticos apropiados. En realidad, los intereses sociales no son en modo alguno independientes de lo que hacemos o decimos. En términos semióticos, Hindess y Hirst han invertido meramente el modelo empirista: mientras que en el pensamiento empirista se considera que el significante se sigue espontáneamente del significado, ahora se trata de que el significado se sigue obedientemente del significante.

Además de invertir esta relación, incurren también en una fatal confusión entre significado y referente. Hindess y Hirst pasan por alto las funciones legitimadoras de la ideología. La relación entre un objeto y sus medios de representación no es, de manera decisiva, la misma que la existente entre una práctica material y su legitimación o mistificación ideológica. Para ellos, el discurso «produce» objetos reales; y por ello el lenguaje ideológico es sólo una manera en que estos objetos se constituyen. Pero esto sencillamente no identifica la especificidad de este lenguaje, que no es precisamente cualquier manera de constituir la realidad, sino una con las funciones más particulares de explicar, racionalizar, ocultar, legitimar, etc. Se confunden falsamente dos sentidos del discurso: los que se consideran constitutivos de nuestras prácticas y aquellos en los que hablamos sobre éstas.

Lo que Hindess y Hirst desafían de manera implícita es el concepto mismo de representación. Pues la idea de representación sugeriría que el significado existe antes de su significante, y entonces está reflejado obedientemente por éste. Además, quieren desechar la noción de representación porque desean negar la clásica afirmación marxista de que existe una relación interna entre condiciones socioeconómicas particulares y tipos específicos de posiciones políticas o ideológicas.

El lado constructivo de la posición de Hindess y Hirst es que hay muchos intereses políticos que no están en modo alguno vinculados a situaciones de clase. Aún así, la iniciativa de cortar todo vínculo necesario entre situaciones sociales e intereses políticos, que quiere ser una generosa apertura a estos nuevos desarrollos, les hace un flaco favor.

Las creencias ideológicas pueden significar intereses materiales, disfrazarlos, racionalizarlos o disimularlos, ir en contra de ellos, etc. Sin embargo, para el pensamiento de Hindess y Hirst, no puede haber más que una única relación fija e invariable entre ellos. Aquí, todo su discurso es una prolongada distorsión en la otra dirección, exagerando imprudentemente una posición por lo demás válida. «La práctica política –afirman– no reconoce intereses de clase y luego los representa: constituye los intereses que representa.» Si esto significa que, por ejemplo, un esclavo de galeras no tiene intereses de ningún tipo relevantes para su posición de clase antes de que los discursos políticos le animasen a expresarlos, es claramente falso. En realidad, el esclavo tiene toda una serie de intereses asociados con su situación material. Precisamente estos tipos de intereses materiales son los que operará su discurso político e ideológico, cuando lo adquiera, elaborándolos, dándoles coherencia y transformándolos de diversas maneras; y en este sentido los intereses materiales existen indudablemente antes y de manera independiente respecto a los político-ideológicos.

Hemos visto que Hindess y Hirst rechazan la idea de que los intereses políticos representan intereses sociales o económicos dados de antemano. Sin embargo, aún utilizan el término «representación»; pero el significante constituye ahora por completo lo que significa. La representación o significación depende de una diferencia entre lo que presenta y lo que es presentado. Así, puede decirse de la referencia de Hindess y Hirst a lo político/ideológico y lo social/económico que si lo primero determina realmente lo último, coincide con ello y aquí no puede hablarse de representación en modo alguno. Así, el modelo semiótico que rige aquí su pensamiento, erróneamente, es el modelo saussureano que distingue entre significante y significado, o palabra y concepto, en vez de entre signo y referente.

El resultado de esta drástica separación del economismo es una hiperpolitización. Lo que ahora domina en solitario es la política, no la economía. Pero según este argumento, resulta imposible decir de qué trata realmente la política. No existe una «materia prima» sobre la que actúen la política y la ideología, pues los intereses sociales son el producto de éstas, y no la causa de la que surgen.

Atentos a estos y otros problemas, los posmarxistas Ernesto Laclau y Chantal Mouffe nos ofrecen en su obra Hegemonía y estrategia socialista, una versión modificada de la posición de Hindess y Hirst. Suscriben íntegramente su doctrina según la cual, en palabras de los primeros, «no existe conexión lógica alguna» entre la posición de clase y la política/ideológica. También señalan que «la hegemonía presupone la construcción de la identidad misma de los agentes sociales. Laclau y Mouffe pintan una imagen más matizada que Hindess y Hirst. Introducen algunas cautas cualificaciones. Su posición es que la hegemonía construye la identidad misma de los agentes o elementos en cuestión; pero en otros lugares de su texto la representación hegemónica «modifica» o «contribuye a» los intereses sociales representados, lo que significaría que ejercen cierta influencia y autonomía propias. En otro lugar sugieren que la identidad de los elementos se «modifica al menos parcialmente» por su articulación hegemónica. Una vez hegemonizados políticamente los agentes sociales, su identidad deja de estar constituida «exclusivamente» por su ubicación social. Si esto es así, el proceso hegemonizador parece tan dominante y totalizador como lo era «la economía» para el marxismo «vulgar». Así, la lógica de la política de Laclau y Mouffe no coincide totalmente con la lógica de una teoría postestructuralista consumada que no reconociera una realidad «dada» más allá del omnipotente dominio del significante.

Hegemonía y estrategia socialista tiene al menos un rechazo inequívoco de la noción de «intereses objetivos», a la que no encuentra sentido alguno. Para Laclau y Mouffe, los intereses objetivos significan algo igual que los intereses que nos proporciona automáticamente nuestro lugar en las relaciones de producción. Pero ya hemos visto que hay formas más interesantes de formular este concepto. Un interés objetivo significa, entre otras cosas, un curso de acción que de hecho va en mi interés pero que yo no reconozco actualmente como tal. Una rama particular de la semiótica fue el medio esencial por el que todo un sector de la izquierda política cambió su base política del revolucionismo al reformismo. Y, a pesar de sus indudables logros, la teoría del discurso proporcionó la ideología de esta retirada política.

Con Laclau y Mouffe, llega a su apogeo lo que Perry Anderson ha denominado la «inflación del discurso» en el pensamiento postestructuralista. Ellos niegan toda validez a la distinción entre prácticas «discursivas» y «no discursivas», en razón de que una práctica está estructurada de acuerdo con un discurso. La réplica sumaria a esto es que una práctica puede estar organizada como un discurso, pero de hecho es una práctica más que un discurso. La categoría de discurso se infla hasta el punto en que «imperializa» el mundo entero, borrando la distinción entre pensamiento y realidad material. Esto tiene por efecto socavar la crítica de la ideología. Aquí, el lenguaje neonietzscheano del posmarxismo, para el cual hay poco o nada «dado» en la realidad, pertenece a un periodo de crisis política. Los teóricos del discurso posmarxistas deben proscribir la cuestión del origen de las ideas; pues lo que se postula como una tesis universal sobre el discurso, la política y los intereses, como sucede a menudo con las ideologías, está atento a todo menos a sus propias bases históricas de posibilidad.

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